La enfermedad del silencio
El pasado 12 de abril, participé como psicoanalista en una jornada en Málaga sobre el tratamiento que se hace al suicidio en los medios y en la literatura. Durante los días previos, reflexioné mucho sobre esta enfermedad, que es más común de lo que creemos.
Comparto mis pensamientos con ustedes.
Cualquier suicidio abre una puerta que da a un abismo.
Un suicidio es una bomba que esparce su metralla y alcanza a propios y a extraños. La primera pregunta que surge cuando alguien cercano se suicida es ¿por qué?, y las respuestas que nos damos, generalmente arbitrarias, peregrinas, van en busca de un culpable —el colegio, las exigencias, la medicación, la sociedad, la economía, el honor, el amor, el aislamiento, la pena—, cualquiera que no sea yo. Quienquiera que esté cerca de un suicida inevitablemente carga con su propia cuota de culpa.
La serie Por 13 razones es una buena puesta en escena de lo que genera un suicidio; las culpas se reparten, nadie queda a salvo de su cuota de responsabilidad. Una culpa repartida con un solo reproche: “el culpable eres tú o tú o tú”. Un reproche que se usa para esconder el sentimiento horrible que está al fondo: “el culpable en realidad soy yo, y no puedo respirar con esa culpa, y no puedo dejar de preguntarme ¿por qué?, ¿qué hice? o ¿qué no hice?”
De hecho, ningún muerto se queda tanto tiempo vivo entre los vivos como un suicida. El suicida permanece rondando de generación en generación.
El dedo índice del suicida es como la mirada de la Mona Lisa, te sigue y te señala allí donde te escondas.
Todos los muertos nos dejan solos, sí, pero se van sin querer. Unos nos van dejando poquito a poco, a todo lo largo y angosto de una horrible enfermedad; otros se van despidiendo por el paso despiadado del tiempo, y los que se van de golpe están tan sorprendidos como nosotros por una muerte que no estaba en la agenda. A todos ellos, por unas razones o por otras, les perdonamos el desaire y el desamparo, a la mayoría les concedemos el derecho al descanso.
Pero el suicida se nos escapa deliberadamente. Elige abandonarnos con premeditación y alevosía. Nos deja tirados a propósito, mide sus pasos, los cuenta. En alguna parte, el suicida es un asesino en serie que nos mata un poco a todos con su muerte. ¿Qué hacemos con ese dolor, con esa rabia, con esa culpa? ¿Qué hacemos con la mezcla? Todo esto hace que el duelo después de un suicidio sea muy difícil de elaborar. Esto puede explicar por qué la familia, los deudos, los “culpables”, optan por el silencio, por sepultar las causas de la muerte, por callar, por mentir. Merecen todo nuestro respeto.
Hablarán cuando puedan, si pueden. ¡Ojalá!