¿Qué comemos cuando comemos? Pan, amor y fantasía
En los últimos días, muchos de vosotros me habéis preguntado sobre mi conferencia en el congreso Diálogos de Cocina (10 de marzo). Aquí tenéis un resumen de lo que dije en mi intervención. ¡Bon appetit!
Para empezar esta historia desde el principio, tenemos que empezar por los bebés. Comer es la actividad más importante que realiza el bebé, no solo por lo que supone para su supervivencia, sino porque es el medio a través del cual el niño se relaciona por primera vez con el mundo exterior. Pero, ¿qué fue primero? ¿Qué es lo más importante de esa primera alimentación? Nos inclinamos a pensar que sin leche no hay paraíso, que lo primero es el pan, que está en el registro de la necesidad, y que solo cuando la necesidad está cubierta… ya si eso… se abrirán paso el deseo, el amor y la fantasía. Pues yo no estoy tan segura.
Les cuento:
En el siglo XIII, Federico II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, llevó a cabo un experimento que buscaba averiguar cuál era el “idioma original» del ser humano. Pensó que la mejor manera de hacerlo sería aislar a unos bebés y no decirles ni una sola palabra, para esperar a ver en qué idioma hablaban los pequeños. Se les alimentó, se atendieron sus necesidades básicas, pero nadie les dirigió la palabra. El resultado: murieron todos los bebés.
Aquello de “no solo de pan vive el hombre” se escenificó de una manera contundente. El pan por sí solo, sin palabras, sin amor, sin fantasía, no es suficiente para alimentar a un ser humano. Además de la leche, el niño necesita la voz de la madre, su mirada enamorada y su calor.
Pero ¿cómo se toma la madre el NO del niño cuando aleja la boca del pecho o de la cuchara? La mamá va compungida al pediatra y le cuenta: “MI niño no ME come” porque esa mamá se siente a la vez artífice y alimento de su hijo (aunque el niño tenga más de 40 años). Ella prepara la comida, pero a la vez encarna el pan, se sabe amada y refrendada en su función materna cada vez que SU niño SE LA come, pero también ama, maneja y atrapa al otro a través del pan que le sirve en la mesa.
Es verdad que DAR DE COMER es un acto generoso del que solo se espera una recompensa: ¡ser comido!
Y aquí estamos rodeados de expertos en dar de comer, y de hambrientos como yo, que no cocino pero que me encanta estar al otro lado de los fogones con el plato dispuesto. ¿Quién creen ustedes que gana más en ese intercambio? Quien da de comer arranca a disfrutar desde mucho antes de llevar la comida a la mesa. Se piensa en el pan, sí. Pero se eligen los ingredientes con mimo, “esto” en este mercado, “aquello” en el otro. El cuidado que se pone en el balance de los sabores, en la combinación de los colores sobre el plato, en las texturas. ¿Tiene solo que ver con el pan? Me temo que no. Armar un menú —y eso lo saben ustedes mejor que yo— requiere mucho esfuerzo, algo de pan y toneladas de amor y fantasía.
Pero no solo comemos, cuando comemos. ¿Qué será lo que comemos cuando no comemos? Comer o no comer, he ahí la cuestión, le dijo Adán a Eva cuando ella lo sedujo con la manzana de lo prohibido. Y es que el deseo se alimenta del hambre, y nada nos excita más el apetito que lo prohibido. La gula es un pecado capital, que en otras épocas castigaba el demasiado, el exceso y que hoy nos persigue con renovado entusiasmo.
A Adán y Eva les prometieron el paraíso terrenal; a quienes conservan la virtud se les ofrece la vida eterna, y a nosotros nos venden la idea de que si no mezclamos los carbohidratos con no sé qué otra cosa, nunca nos vamos a morir, ¡y además estaremos guapísimos! Así que dejar de comer viene a ser una moneda de cambio con la que compramos salud, belleza, virtud y vida.
Les confieso que yo intento cuidarme, pero a veces pienso, ¿Y si cuando morimos y llegamos al cielo, descubrimos que aquello no era pecado, y que lo del cáncer no era por el azúcar? ¿Alguien nos devuelve el postre que dejamos en el plato? No sé yo…
El extremo del no comer lo personifica la anoréxica. La anoréxica come NADA, come NO, come control. Ante la dependencia extrema a la que se siente sometida, ante el exceso de una comida que está viva —la madre—, que en su caso parece que se le atraganta y que la asfixia, la anoréxica se defiende diciendo un NO tan radical, que al mismo tiempo que la alimenta, la mata. La anoréxica renuncia completamente al pan, en nombre del amor propio y de la fantasía de control omnipotente.
En el otro extremo, la obesidad se perfila como una epidemia de nuestros tiempos. La voracidad del obeso, al contrario de lo que acabamos de ver, pone sobre la mesa el lado oscuro, animal, canibalístico, de la alimentación. El cuerpo del obeso sufre un síndrome de Diógenes, está lleno a reventar de comida basura. El obeso siempre tiene la boca llena, y con la boca llena no se habla. No hay palabras. El obeso no ha podido atravesar el destete, por eso no extraña ni echa de menos, porque siempre tiene a mano, a pedir de boca, lo que cree que necesita. El obeso no come, consume. Y pretende llenar con pan, lo que es hambre de amor y fantasía.
¿Qué come una bulímica cuando come y qué come cuando descome? Para una bulímica lo importante no es la comida, el pan solo es un vehículo con el que ella imagina que puede llenar una falta de amor. En la bulimia, la comida se vuelve a la vez imprescindible y venenosa. El pan empieza siendo un consuelo, puede ser un premio y termina siendo un castigo. La bulímica no come, se atiborra. En cada bocado come pecado y penitencia, muerde crimen y castigo. Lo devora todo, lo devuelve todo.
Instagram ha puesto de moda comer bien ¡y publicarlo! ¿Qué comemos cuando publicamos fotos en redes sociales de todo lo que comemos? Comemos mirar y ser mirados. El exhibicionismo y la curiosidad van de la mano. El que fotografía su plato suculento está dando de comer envidia y espera comer likes, pero los likes, por muy abundantes que sean, no sacian, nunca son suficientes.
Les cuento, mi madre es una gran repostera. Antes de caer en cama, solía hacer una torta navideña exquisita. En tiempos, nos reuníamos todos los hermanos y los nietos a echarle una mano: a picar nueces y dátiles, a pesar harina, a bailar gaitas mientras la casa grande se inundaba con olor a torta… Desde hace años la situación del país nos fue echando uno por uno de su lado. En Navidad, el chat de la familia se llena de fotos de cómo va la preparación en cada casa: desde Colonia, los ingredientes; de Montreal, los moldes enmantequillados; en Madrid, las tortas en el horno; en Miami, envueltas para regalar…, y el olor a torta vuela —virtual—, hasta la cama de mi madre en Caracas.
Si todo va bien, este año compartiremos con mi madre, en vivo, el olor a torta que ella nos regaló y que nos ha mantenido siempre unidos.