Como cantaba Mecano, “olvidarte me cuesta tanto…”
La mayoría de los correos que recibo pertenecen a mujeres que no han podido pasar página. Como si sus dedos estuvieran adheridos al papel, presos de una suerte de rigidez post mortem, no son capaces de moverlos para que la página de ese mal amor quede atrás.
A quienes vemos la película desde fuera nos parece que vale la pena pasar página cuanto antes, pero a la interesada, el precio del olvido le parece excesivo.
Parte de la dificultad que tenemos para olvidar un mal amor se explica porque, de alguna manera, estamos modelados por lo que hemos vivido y, sobre todo, por aquellos a quienes hemos amado. Aferrarnos al recuerdo de un amor perdido es una forma de preservar una parte de nosotros mismos, más allá del deseo de regresar junto a ese hombre que nos quiso tan mal.
En ocasiones, el doliente llora y no sabe muy bien por qué llora. Algo ha perdido, pero no tiene muy claro qué fue lo que perdió. Lo cierto es que seguir enganchada y mantener vivo el recuerdo es una manera de preservar un cierto vínculo con el ausente.
Otras veces, a la pena se le suma el castigo que el sufriente se propina a sí mismo. Como si el sufrimiento del abandono o de la despedida no fuera suficiente, el doliente padece también el dolor de la humillación a la que él mismo se somete. Con la queja y el reproche hay que tener buena puntería y dirigirla en la dirección correcta. Una cosa es reconocer nuestra participación en los hechos que hemos vivido y otra muy distinta torturarnos.
También puede aparecer el famoso autorreproche (ese “Soy tonta, cómo me puede haber pasado”). Aunque una parte de nosotras sabe y reconoce que nuestro amado se ha alejado, otra parte siente y sobre todo se comporta como si él no hubiera puesto el rótulo “fin” a nuestra historia, y a cambio nosotras colocamos el cartel de “continuará”.
Cuando los psicoanalistas nos encontramos ante un duelo imposible de manejar, sospechamos que el sufriente no solo ha perdido al ser amado, sino que, además ha perdido una parte importante de sí mismo. Por eso, nos sentimos mancos, vacíos, incompletos, sin ese “pedazo del alma” que nos hemos arrancado en la despedida y que el otro se ha llevado en los bolsillos.
Y, por ello, insistimos en recordar, en rumiar los recuerdos, en repasarlos y en multiplicarlos. Mantenemos el vínculo a través del recuerdo, aunque sea imaginario, aunque sea para odiarle o para odiarnos.
¡Pero mucho cuidado, amigas! Esta actividad frenética no es un salvavidas que se hincha en un momento de necesidad y nos ayuda a salir a flote, sino la pieza más pesada del naufragio. Abrazadas a ella nos hundiremos sin remedio. Por eso, debemos cuidarnos y cargar con esos pesos el menor tiempo posible.