Sesión virtual sobre cómo afrontar una ruptura sentimental

Esta semana les quiero hablar de una jornada en la que voy a participar junto con más de 35 expertos, entre psicólogos, terapeutas y orientadores profesionales de varios continentes. Se titula Cumbre Virtual Supera tu Ruptura Amorosamente y se celebrará del 5 al 12 de noviembre.

El objetivo es que, a través de esta página web ( Cumbre Virtual Supera tu Ruptura ), cualquier persona que esté interesada pueda suscribirse para seguir por Internet las sesiones que vamos a realizar. En la comodidad de tu hogar, sin salir de casa; ¡son las ventajas de la tecnología, amigas!

Mi taller será difundido el primer día (5 de noviembre) y tratará sobre cómo enfrentar la ruptura: saber gestionar positivamente las emociones (rabia, tristeza, miedo, culpa) que se viven tras la separación de pareja y sanar el dolor emocional elaborando el duelo.

El acceso es gratis durante las primeras 24 horas en el día de emisión de cada conferencia. Posteriormente, si estás interesada en tener todos los contenidos de la Cumbre, tienes la posibilidad de pagar el Paquete Premium.

Si se animan, ¡les espero el próximo 5 de noviembre!

¿Por qué cuesta tanto olvidar?

¿Por qué cuesta tanto olvidar?Como cantaba Mecano, “olvidarte me cuesta tanto…”

La mayoría de los correos que recibo pertenecen a mujeres que no han podido pasar página. Como si sus dedos estuvieran adheridos al papel, presos de una suerte de rigidez post mortem, no son capaces de moverlos para que la página de ese mal amor quede atrás.

A quienes vemos la película desde fuera nos parece que vale la pena pasar página cuanto antes, pero a la interesada, el precio del olvido le parece excesivo.

Parte de la dificultad que tenemos para olvidar un mal amor se explica porque, de alguna manera, estamos modelados por lo que hemos vivido y, sobre todo, por aquellos a quienes hemos amado. Aferrarnos al recuerdo de un amor perdido es una forma de preservar una parte de nosotros mismos, más allá del deseo de regresar junto a ese hombre que nos quiso tan mal.

En ocasiones, el doliente llora y no sabe muy bien por qué llora. Algo ha perdido, pero no tiene muy claro qué fue lo que perdió. Lo cierto es que seguir enganchada y mantener vivo el recuerdo es una manera de preservar un cierto vínculo con el ausente.

Otras veces, a la pena se le suma el castigo que el sufriente se propina a sí mismo. Como si el sufrimiento del abandono o de la despedida no fuera suficiente, el doliente padece también el dolor de la humillación a la que él mismo se somete. Con la queja y el reproche hay que tener buena puntería y dirigirla en la dirección correcta. Una cosa es reconocer nuestra participación en los hechos que hemos vivido y otra muy distinta torturarnos.

También puede aparecer el famoso autorreproche (ese “Soy tonta, cómo me puede haber pasado”). Aunque una parte de nosotras sabe y reconoce que nuestro amado se ha alejado, otra parte siente y sobre todo se comporta como si él no hubiera puesto el rótulo “fin” a nuestra historia, y a cambio nosotras colocamos el cartel de “continuará”.

Cuando los psicoanalistas nos encontramos ante un duelo imposible de manejar, sospechamos que el sufriente no solo ha perdido al ser amado, sino que, además ha perdido una parte importante de sí mismo. Por eso, nos sentimos mancos, vacíos, incompletos, sin ese “pedazo del alma” que nos hemos arrancado en la despedida y que el otro se ha llevado en los bolsillos.

Y, por ello, insistimos en recordar, en rumiar los recuerdos, en repasarlos y en multiplicarlos. Mantenemos el vínculo a través del recuerdo, aunque sea imaginario, aunque sea para odiarle o para odiarnos.

¡Pero mucho cuidado, amigas! Esta actividad frenética no es un salvavidas que se hincha en un momento de necesidad y nos ayuda a salir a flote, sino la pieza más pesada del naufragio. Abrazadas a ella nos hundiremos sin remedio. Por eso, debemos cuidarnos y cargar con esos pesos el menor tiempo posible.

La gota que colma el vaso

Separarse, ni una gota másSe dice que en estas fechas, tras el periodo vacacional, hay más parejas que deciden separarse. ¿Qué ocurre para que las vacaciones sean el momento donde más personas toman la decisión de poner fin a su relación amorosa?

Seguramente la mayor convivencia, la ausencia de obligaciones diarias, el mayor tiempo libre facilitan situaciones donde surge la famosa “gota que colma el vaso”. A veces las separaciones ocurren a partir de los hechos más peregrinos o aparentemente más triviales. Una mala contestación, un retraso, una discusión intrascendente… Es lo que tienen las gotas, que parecen inofensivas pero pueden ser letales.

Lo cierto es que separarse es tan difícil que nadie lo hace porque sí, sin haberlo pensado mucho antes de dar el paso definitivo. En el caso de una separación, esa gota encubre el sufrimiento de muchos meses de incertidumbre y de cavilaciones. Una tras otra, tras otra, tras otra gota hasta que hay una sola gota, igual que las demás, que se derrama y nos hace ver que el vaso de la paciencia ya no da más de sí, que ya no hay manera de estirarlo. Entonces, parece que la decisión se toma sola, que nos viene dada, y en ese momento se declara clausurado el vaso, y alguien dice: “¡Ni una gota más!”.

Sin embargo, lo que nos diferencian a unos de otros, es el tamaño del vaso. Hay vasos que son como dedales y se desbordan a la segunda gota (relaciones independientes); otros vasos de formas irregulares, que parecen que ya no cabe más en ellos y de la noche a la mañana se tragan otras muchas gotas más (intermitentes), o los vasos anchos en los que caben millones de gotas (incondicionales).

Hay quienes parece que ni siquiera tienen vaso. Disponen de un océano infinito al que da igual las gotas que caigan. Todo lo reciben, lo aceptan y lo perdonan. Las mujeres malqueridas, las maltratadas, todas aquellas que soportan estoicamente la lluvia de desprecios y ultrajes que reciben cada día, son ejemplos de estos vasos que no se llenan nunca.

Sea como fuere, para dar una relación por terminada, la persona tiene que estar convencida de que ya no le compensa pagar el elevado precio que está abonando y que prefiere quedarse sola a mantener la situación actual. Por eso, las separaciones tardan en llegar, porque el que tiene el mando y propone separarse ha necesitado su tiempo para hacerse a la idea y para imaginar que hay vida después de la ruptura definitiva.

Y, quién sabe, parece que después del periodo vacacional tenemos las ideas más ordenadas o hemos cogido fuerzas para enfrentarnos a una nueva etapa en nuestras vidas.

Agarrarse a un clavo ardiendo, un deporte de riesgo

Agarrarse a un clavo ardiendo puede convertirse en un deporte de riesgo

No hay duda: después de una ruptura quedamos maltrechos y hacemos lo que podemos para sobrevivir y restañar nuestras heridas. Una de las salidas por las que se puede optar de manera inmediata consiste en lo que llamo “momento clavo”, que ofrece varias opciones:

  1. Un clavo saca otro clavo.
  2.  Aferrarse a un clavo ardiendo.
  3. Todo lo anterior.

Salir de copas con unos y con otros, entregarse al sexo indiscriminado, beber para no follar, follar para no sufrir, parejas efímeras, relaciones calmantes y un largo etcétera son estrategias-clavo que funcionan como postergadores del dolor.

Aunque todos podemos echar mano de los clavos, esta estrategia antidolor suele ser una actitud más masculina que femenina. Las mujeres, generalmente, necesitamos de un tiempo mayor de recogimiento antes de embarcarnos en una nueva relación. De hecho, algunas se quejan de lo rápido que un hombre puede rehacer su vida en pareja en comparación con el tiempo que tardan ellas en recomponerse.

En cualquier caso, estos “clavos”, como bien sabe el dicho, casi siempre son “clavos ardientes” en todas las acepciones del término. Se trata, por una parte, de medidas desesperadas. “Nos aferramos a un clavo ardiendo”, es decir, a lo que sea, con tal de no caer al vacío. Y, a la vez, son clavos “ardientes”, en donde suele haber mucho desenfreno y poco compromiso; mucha pasión y menos planes de futuro.

El clavo que saca otro clavo intenta —sin éxito— sacar de cuajo el verdadero protagonista que es el clavo anterior, que es el que en realidad nos está haciendo sufrir. Por eso, las relaciones-clavo suelen ser transitorias, efímeras… Aunque duren mucho tiempo.

Laura Freixas: «Tenía muchas ganas de ser impúdica»

Laura Freixas en MujerHoyEsta semana Mujer Hoy ha publicado la entrevista que le hice a la escritora Laura Freixas. Digo escritora aunque puedo decir también articulista, conferenciante, traductora, editora, crítica literaria, feminista, madre, hija…

Hablé con y de Laura Freixas a propósito del segundo volumen de sus diarios (de 1995 a 1996), Todos llevan máscara, publicado recientemente. En la entrevista, como en el diario, la escritora se mostró sin tapujos; hablamos sobre la maternidad, las imposturas, la literatura en una entrevista deliciosa.

Les dejo el resultado del encuentro: ¡si te interesa la literatura y el feminismo, te gusta Laura Freixas y esta entrevista!

Leer artículo.

Nadie es indispensable, nadie es sustituible

Nadie es indispensableAunque sé por experiencia que nadie es indispensable, también estoy convencida de que nadie puede sustituir a nadie. Perdemos a un novio y a los seis meses tenemos otro, vale, pero será “otro” novio. El que perdimos, con sus peculiaridades, ya no está. Perdemos un país y nos mudamos a otro; sí, y el otro nos recibe con generosidad, y estamos muy agradecidos de encontrar otro lugar, y hacemos de ese lugar nuestra casa. Pero ese nuevo país nunca podrá sustituir al propio.

Cuando alguien nos dice: “Nadie te va a querer como yo te quiero”, lo primero que pensamos es: “¡Eso espero!”, pero lo cierto es que tiene toda la razón. Nadie nos querrá como él nos quiso; nos querrá más, nos querrá menos, nos querrá mejor o peor, pero siempre nos querrá distinto. Cada quien quiere o malquiere a su manera, como cada uno se cepilla los dientes a su modo.

¡Atención! Yo no digo que en el cambio solo hayamos perdido. Alejarse de un maltratador es siempre lo mejor que te puede pasar en la vida. Pero necesitamos un tiempo hasta acostumbrarnos a vivir con el agujero que el cambio deja tras de sí y poder acogernos a sus ventajas.

Ese tiempo es el que necesitamos para el duelo, que es lento, que se toma su propio ritmo para pasar, pero que pasa. Cerrar un duelo no significa olvidar completamente al novio que abandonamos o al amante que nos dejó en la estacada, como emigrar no significa renegar del país que venimos.

Más bien al contrario, cerrar el duelo significa que podremos volver a recordar a ese novio, a ese amante, sin rencor, sin urgencia, sin temor, sin dolor… Y poder seguir viviendo sin ese novio, sin ese amante, en otro país, pero seguir viviendo.

“Si te vas, me muero”

Si te vas me muero“Si te vas, me muero” es una frase que todos los enamorados, unos más que otro, hemos pronunciado, pensado o sentido alguna vez. Cuando lo sentimos, no es un decir, no es una manera de hablar ni una metáfora; es que la angustia ante la separación nos hace batir el corazón de tal manera que, literalmente, sabemos con certeza que esa tarde nos vamos a morir.

La buena noticia es que, aunque pasemos un tiempo con esa angustia y desazón, al final nos recuperaremos o, por lo menos, el sufrimiento se mitigará. Pero, mientras tanto, viviremos un dolor desbordado, que nos oprimirá el pecho y nos impedirá respirar.

Toda esa dimensión de angustia no se puede explicar racionalmente, aunque intentaré aclararlo lo mejor que pueda. ¡Para eso está mi blog!

Para empezar, cualquier separación nos pone delante de los ojos una de las peores realidades con las que tenemos que convivir los seres humanos: la autonomía del ser amado. Es decir, nadie es dueño de nadie.

Pero no es solo eso; además perdemos muchas cosas. Su ausencia nos deja de nuevo ante el temido precipicio de la “supersoledad”; sentimos que el orden que habíamos conseguido se ha roto y literalmente se nos mueve el suelo y perdemos pie. El miedo ancestral a quedarnos solos remite a aquel momento de la infancia cuando esa situación
podía significar la diferencia entre la vida y la muerte (un bebé morirá con toda seguridad si su mamá, su papá o un adulto no está cerca de él atendiéndole.). Un miedo que en la vida adulta mantenemos sepultado en el inconsciente y que en el mejor de los casos se despierta con los cambios, con los duelos, con las separaciones.

También perdemos la función que esa persona ejercía en nuestra vida. Hay una parte de nuestra existencia que queda desatendida: ¿con quién voy a salir los fines de semana?, ¿quién va a cenar conmigo cada noche?, ¿quién escuchará mis problemas del trabajo? Y cada vez que nos topemos con uno de esos terribles agujeros que nos ha dejado el que se fue, tendremos derecho a llorar, a patalear y a asustarnos.

Esa incómoda posición nos impide vernos como lo hacen los demás. Si pudiésemos analizarnos desde fuera, podríamos apreciar que tenemos recursos; sabríamos que si pedimos ayuda, vendrá alguien a salvarnos. Confiaríamos en que después de la ruptura, nos espera otra manera de vivir, seremos más libres, más livianos y tejeremos otra red con nuevas pertenencias.

Con esta bocanada de optimismo, os emplazo a la siguiente entrega de mi blog la semana próxima.

La enfermedad del silencio

El pasado 12 de abril, participé como psicoanalista en una jornada en Málaga sobre el tratamiento que se hace al suicidio en los medios y en la literatura. Durante los días previos, reflexioné mucho sobre esta enfermedad, que es más común de lo que creemos.

Comparto mis pensamientos con ustedes.

Cualquier suicidio abre una puerta que da a un abismo.

Un suicidio es una bomba que esparce su metralla y alcanza a propios y a extraños. La primera pregunta que surge cuando alguien cercano se suicida es ¿por qué?, y las respuestas que nos damos, generalmente arbitrarias, peregrinas, van en busca de un culpable —el colegio, las exigencias, la medicación, la sociedad, la economía, el honor, el amor, el aislamiento, la pena—, cualquiera que no sea yo. Quienquiera que esté cerca de un suicida inevitablemente carga con su propia cuota de culpa.

La serie Por 13 razones es una buena puesta en escena de lo que genera un suicidio; las culpas se reparten, nadie queda a salvo de su cuota de responsabilidad. Una culpa repartida con un solo reproche: “el culpable eres tú o tú o tú”. Un reproche que se usa para esconder el sentimiento horrible que está al fondo: “el culpable en realidad soy yo, y no puedo respirar con esa culpa, y no puedo dejar de preguntarme ¿por qué?, ¿qué hice? o ¿qué no hice?”
De hecho, ningún muerto se queda tanto tiempo vivo entre los vivos como un suicida. El suicida permanece rondando de generación en generación.

El dedo índice del suicida es como la mirada de la Mona Lisa, te sigue y te señala allí donde te escondas.

Todos los muertos nos dejan solos, sí, pero se van sin querer. Unos nos van dejando poquito a poco, a todo lo largo y angosto de una horrible enfermedad; otros se van despidiendo por el paso despiadado del tiempo, y los que se van de golpe están tan sorprendidos como nosotros por una muerte que no estaba en la agenda. A todos ellos, por unas razones o por otras, les perdonamos el desaire y el desamparo, a la mayoría les concedemos el derecho al descanso.

Pero el suicida se nos escapa deliberadamente. Elige abandonarnos con premeditación y alevosía. Nos deja tirados a propósito, mide sus pasos, los cuenta. En alguna parte, el suicida es un asesino en serie que nos mata un poco a todos con su muerte. ¿Qué hacemos con ese dolor, con esa rabia, con esa culpa? ¿Qué hacemos con la mezcla? Todo esto hace que el duelo después de un suicidio sea muy difícil de elaborar. Esto puede explicar por qué la familia, los deudos, los “culpables”, optan por el silencio, por sepultar las causas de la muerte, por callar, por mentir. Merecen todo nuestro respeto.

Hablarán cuando puedan, si pueden. ¡Ojalá!

El enamoramiento nos trastorna los sentidos

Marielita idealizaciónLa semana pasada expliqué una de las razones por las que nos cuesta poner fin a una relación que nos está haciendo sufrir: nuestra resistencia al cambio. Hoy abordaré otra razón no menos importante: la idealización de nuestra pareja.

El enamoramiento es una deliciosa enfermedad de la que nadie querría curarse. Entre otras cosas, se caracteriza por una curiosa profusión de alucinaciones. Me explico: en una conversación sosa, el enamorado escucha un verbo excelso. Ante un ser humano normalito, el enamorado mira una belleza exótica o peculiar. Le enumeración de los continuos fracasos del amado conmueve al enamorado, y le convence de la mala suerte y de la injusticia con que la vida ha tratado a su tesoro.

Como veis, el enamoramiento nos trastorna los sentidos. Nos hace fabricar a un personaje de ficción, a un ser deslumbrante a nuestra medida.

Por suerte, con el paso del tiempo, se aclara el entendimiento y empezamos a ver al ser humano real que tenemos delante. De todos modos, por mucho que reconozcamos la realidad, siempre mantenemos un resquicio de idealización que nos facilita la convivencia. Siempre estaremos dispuestos a engañarnos un poco respecto a las cualidades de quien tenemos a nuestro lado.

Lo cierto es que, cuando nos separamos, nos cuesta renunciar no solo a la persona real con la que hemos pasado parte de nuestra vida, sino también a ese aspecto idealizado, endiosado, que hemos inventado nosotros mismos y que a menudo tiene poco que ver con quien solemos compartir el desayuno.

Parte de lo que se pierde en una separación es esa inversión a fondo perdido que hicimos cuando nos enamoramos. Lloramos por el hombre verdadero que se va, pero sobre todo lloramos por el ser imaginario que nos habíamos inventado. Únicamente cuando lo vemos caer del pedestal que habíamos construido para él, lo contemplamos en toda su humanidad y descubrimos la estafa que nos hemos infligido a nosotros mismos.

¡Somos nuestro propio Lehman Brothers!, y sufrimos la debacle de nuestra economía interna particular. Nuestra inversión se ha ido al garete. Era todo producto de nuestra burbuja imaginaria. Es muy duro admitir que la única manera de tener al menos una posibilidad de salir de la ruina sea empezar por reconocerla y aceptarla.

¿Alguna vez os han dicho “si te vas, me muero”? La próxima semana lo entenderéis.

Enganchados al sufrimiento

Marielita encadenadaLo prometido es deuda y ¡más en mi blog! Tal y como les dije en mi anterior entrada, en las próximas semanas, iré desgranando las razones subjetivas que nos surgen del inconsciente para no separarnos, para no poner fin a una relación que nos está haciendo sufrir.

La primera razón es nuestra resistencia al cambio. ¿Por qué nos aferramos a lo que somos, a lo que tenemos o a lo que conocemos, aunque sea malo?

En el camino de vuelta de mis vacaciones de Semana Santa, recordé la historia de una de mis pacientes, Marina.

Marina está enganchada a una relación amorosa intermitente; una de esas relaciones que se rompe, se reanuda y se vuelve a romper, y que le produce muchísimo sufrimiento. Con cada ruptura, Marina se promete a sí misma que será la última, pero sabe que la historia se va a repetir, porque una fuerza más potente que ella misma la obliga a volver allí, donde tiene el sufrimiento asegurado.

Como Marina, vienen a mi consulta personas que buscan ayuda con esfuerzo y determinación para llevar una vida mejor, pero que, al mismo tiempo, parecen dominadas por un sentimiento de mantener vivo el sufrimiento. De hecho, antes de acudir a mí, los familiares, amigos e incluso los libros de autoayuda le han ofrecido un arsenal de soluciones para salir de ese bache. Consejos que el paciente agradeció cuando se los dieron pero que no fue capaz de seguir.

Incluso, a algunas de esas personas la vida les ha dado una oportunidad, les ha abierto un camino para poder mejorar su situación, pero, sin embargo, les cuesta mucho tomar ese camino hacia la felicidad. ¿Por qué ocurre esto?

Encontramos ventajas inexplicables de las costumbres más disparatadas. Sabemos que lo que él hace demasiado a menudo no se llama «ponerse nervioso» sino colocarse, insultarme y zarandearme, pero es como fumar; da igual lo que sepamos, un extraño placer nos alienta a justificarle, nos ayuda a decir que en realidad lo hace porque le importamos demasiado o porque algo habremos hecho mal. Justificamos cada uno de sus desprecios, cada uno de sus insultos… aunque nos mate.

En general, nos resistimos a cualquier cambio. Y es que cambiar es difícil, aunque sea para bien. Nos aferramos a lo que conocemos como si fuera lo único que existe. Y lo hacemos sin darnos cuenta, con la misma esperanza ciega de un ludópata de que una de las muchas veces en las que repetimos, ganaremos la mano y la historia saldrá bien…

La próxima cita… la idealización de la pareja.